Ella era encantadora. ¡Qué digo encantadora!
Era una de las mujeres más bonitas de París. Pero de eso yo no me daba cuenta.
Yo la encontraba bonita –ocurría que lo era extremadamente-. Esto no era más que una coincidencia. Tenía una sonrisa adorable y ojos acariciadores. Soñaba con ella.
¿Decírselo? Antes la muerte. ¿Entonces? Probárselo.
Hacer economías durante toda la semana y cometer una locura el domingo siguiente.
Hice estas economías y cometí esta locura. Ocho francos: un enorme ramo de violetas.
¡Era magnífico! Era el más bello ramo de violetas que se haya visto nunca.
Me hacían falta dos manos para llevarlo.
Mi plan: llegar a su casa a las dos y solicitar verla.
La cosa no fue fácil. Estaba ocupada.
La camarera me condujo al gabinete. Se estaba peinando para salir. Entré con el corazón en un brinco.
-¡Hola, pequeño! ¿Para qué quieres verme?
No se había vuelto aún. No había visto el ramo, no podía comprender.
-Para esto, señora. Y le tendí mis ocho francos de violetas.
Me pareció que la partida estaba ganada. Me había aproximado a ella, temblando.
Cogió entre sus manos mi ramo como se coge la cabeza de un niño y lo llevó a su bello rostro como para besarlo.
-¡Y huele bien! Luego, añadió despidiéndome:
- Dale las gracias de mi parte a tu papá.