En las altas montañas del Tíbet, un grupo de niños se dedicaba a jugar en un puente cercano al pueblo en que vivían. Todos habían llevado consigo sus loncheras, menos el más pequeño, que había salido corriendo feliz detrás de los otros sin dejar que su madre pudiera alcanzarlo para darle la suya.
Mientras los otros niños hacían cometas, barriletes y figuras de animales en papel utilizando las técnicas de origami, el pequeño amasaba unos simpáticos pastelitos de barro.
A media mañana sintieron hambre y cada uno se acordó de su lonchera. Cuando se disponían a comer, oyeron un ruido de algo que golpeaba contra las piedras del puente. Asustados, voltearon a ver de qué se trataba y vieron la figura de un ser enorme y muy grueso que se acercaba tanteando el piso con un palo. Los más nerviosos pensando que se trataba de un ogro de las montañas, salieron corriendo y se escondieron debajo del puente. Los demás se quedaron esperando a ver qué pasaba, paralizados por una extraña emoción, mezcla de miedo y curiosidad. Entre ellos estaba el niño de los pastelitos de barro.
Luego de unos eternos segundos de tensión, el misterio se aclaró. El temible hombre resultó ser un hombre ciego hambriento que llevaba un día y una noche perdido en los solitarios y escarpados cerros que rodeaban el pueblo, según les conto a los primeros niños que se atrevieron a acercársele.
Los niños, que también eran muy pobres, sintieron compasión por el hombre y separaron una parte de sus loncheras para dársela. Sólo el pequeño no tenía nada que darle. “¡Yo también le daré de comer!”- gritó lleno de energía. “¡Pero si tú no tienes nada!”- le contestaron los otros niños mientras le entregaban un bocado de sus respectivas meriendas al ciego.
Sin hacer caso, el niño esperó su turno y con una radiante sonrisa, puso en las manos del mendigo uno de los pastelillos de barro. Cuando el ciego abrió la mano, el pastelito se había convertido en una reluciente moneda de oro.
“La bondad es la única inversión que nunca falla”